14 de noviembre de 2010


Pasear por sus calles siempre me ha traído recuerdos,
aunque no siempre sean buenos.
Ayer, tarde lluviosa. Las manzanas solitarias y vacías albergaron mil momentos paseantes,
propios de una mente muy acostumbrada al sonido de las gotas.
Los rincones secretos, escondites del sol en agosto y de miles de ojos espías en otoño.
Esa plaza, tan suya y tan mía aquella noche de un verano no tan lejano,
se tiñe de olor a besos pasados de moda.
Edificios viejos, algunos caídos, hundidos por el miedo a no poder sostenerse.
Las tiendas. La ropa. Olor a nuevo.
La gente, desaparecida y ausente un 13 de noviembre. Cobijada en sus humildes moradas.
Yo, no sola, sino que acompañada por el compás de unas gotas que no cesan ni un solo minuto y por esta ciudad diúrna que apaga su luz a las 7 en punto. Me pregunto porqué dicen tristes a los días de lluvia. Agua es siempre igual a vida.
El autobús mojado recorre por mí las largas calles que se entrecortan.
Me encuentro con ellas. Las de siempre, dónde siempre, pidiendo lo mismo que siempre. Ensalada refrescante para un día frío. Las horas nos roban el tiempo y el tiempo nos roba las horas. Colacao, chocolate y café para terminar la velada. Se está acabando y antes de nada, ya las echo de menos de nuevo,
mi nueva rutina.

Hoy es domingo, por si todavía no lo sabes. Me toca volver a mi nueva casa. A esa otra ciudad tan vieja, pero tan reciente, que no deja de encantarme. Quizá mañana sea un buen día para coleccionar nuevos recuerdos en ella, para dejarme llevar por sus propios olores del sur. Espero tener suerte y disponer de todo el tiempo del mundo para descubrir sus rincones, para recorrer las letras que forman Pontevedra.
Domingo, de nuevo, despídete. Otras personas te esperan en ese otro punto del mapa,
personas que hoy, ya echo de menos,
mi nueva rutina.

3 comentarios: