Te levantas, al menos, una hora antes de acostarte por si alguien tuviese todavía alguna duda de que no tienes ninguna prisa. Odias, por supuesto, caminar sabiendo que tienes que llegar a alguna parte y, sobre todo, que tienes que llegar cuanto antes.
Piensas que el otoño es la mayor mierda del mundo, hasta el día en que te enamoras de sus hojas y te deja totalmente enganchado a esas jodidas castañas al fuego. Total, ni si quiera hay tiempo para pensar si engordan. Solo estás deseando que llueva, pero para siempre, de nunca parar. Alguien te metió un día en la cabeza que los besos son más románticos bajo el agua, pero ya te digo yo que mejor bajo las sábanas.
La mayor agonía de tu vida es un problema de mierda que ni si quiera importa, y para el día que realmente pase algo importante, ni si quiera te enterarás porque estarás demasiado ocupado atendiendo a la banalidad de tus días. El paro sube, los sueldos bajan y los políticos mantienen la calma. La gente corre, grita. Todos locos.
Y ahí la tienes, con dos cojones. La vida está por las nubes. Pero tal vez te consuele saber que algo que has hecho tú está haciendo feliz a tanta gente.
Oh, Dios, sí! Mírame. Estoy haciendo feliz a mucha gente. Qué bien. Soy mágica. Del país feliz, de la casa de gominola, de la calle de la piruleta.
Y por cierto, intentaba ser sarcástica.
Casi siempre funciona. Pero el casi, acabará por jodernos la vida a todos.
Ahora mismo, sabes que no importa. Nada importa. Podrías salir corriendo que nadie se enteraría. Pero te quedas sentado, viendo la tele, delante del ordenador, con un móvil en la mano y un coche en la calle que pide insistente a gritos, ¡Vótame!
Y ahora repite conmigo: Soy un ser libre...
Claro que sí. Campeón.