12 de agosto de 2012

(...) En cuanto dejó la última bolsa, notó algo extraño, como si las cosas hubiesen decidido reagruparse de manera distinta para llamar su atención. Con la intención de confirmar sus sospechas, se dirigió al salón.
Y, efectivamente, lo entendió todo.El piso estaba semidesértico. Era como si le hubieran
robado exactamente la mitad de casi todo. Quedaban la mitad de los libros, la mitad de los CDs, la mitad de las
películas, la mitad de su vida. La otra mitad se la había llevado él, aprovechando su ausencia.
Se sentó en su mitad de sofá y contempló lo vacía que había quedado la otra mitad de su existencia. Y
se volvió a preguntar por qué nos empeñamos en llenarla siempre con otra persona. Por qué llevaba años
empalmando una pareja con la siguiente. Por qué, de todas las cosas difíciles e importantes que había aprendido a lo
largo de estos años, nunca figuraba en la lista la asignatura pendiente de estar sola.

Como si de una venganza de cínicos se tratase, había comprobado que su corazón era siempre divisible por
la mitad. Y luego por la mitad de la mitad. Y después por la mitad de la mitad de la mitad. Y así infinitamente. Pero de lo
que nadie le había advertido es de que cada vez que lo dividimos, los sentimientos que puede albergar nuestro
corazón son más pequeños. Y eso era justamente lo que le estaba pasando.Que siempre que se enamoraba quería con todo el corazón, sí, pero con todo el corazón que le quedaba. Esa era la parte que nunca nadie le preguntó.
Me quieres, sí, pero con cuánto.
Cogió los condones de una de las bolsas del súper, se dirigió a su medio dormitorio y abrió el medio
cajón del desconsuelo, la parte de su mesilla que solo se abría en caso de media emergencia. Allí guardaba la
desesperación de los intermedios: un folleto de un banco de esperma y un consolador. Pero también dos paquetes de
kleenex.
Fue entonces cuando dibujó media sonrisa y enjugó la mitad de todas sus lágrimas. 

Que la  muerte nos acompañe.
Risto Mejide.

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